Las vacas estaban gordas. No entendía ciertas injusticias en
mi situación laboral. Lo comentaba en mis variados entornos y la respuesta que
encontraba casi siempre y que nunca me convenció era que «eso es que es así».
Ahora, con las vacas flacas –famélicas en algunos hogares–, pocos dicen «eso es
que es así». Le gente está cambiado, se está moviendo hacia donde yo quería, al
menos una parte de la gente; en realidad, se está moviendo hacia lo inevitable:
intervenir en nuestro destino para intentar recuperar nuestra dignidad. Uno no
tiene buena o mala suerte: uno hace cosas que cambian sus propias
circunstancias, o no hace nada y entonces sus circunstancias se van quedando
como las dejan entre todos. Uno puede flotar en un río o nadar hacia un
destino. Si lo consigue o no, depende a la vez de otros factores.
Hace un par de años o tres que me he cambiado de bando. He
cambiado el sueño en los laureles por los días sin apenas dormir. Estoy
trabajando para la gente y muchas veces ni lo sé. No gano un céntimo ni tengo esperanzas
de ganarlo. No vine aquí por eso aunque lo necesite. Soy compañera de la
sombra, y la sombra es mi compañera. La cuido porque me protege en este
universo que ni conozco ni controlo ni a veces me interesa, y trabajo
anónimamente. No soy políticamente nadie aunque mis amigos argentinos siempre
me dicen que no interesarse por la política es otro modo de hacer política, y
es el peor.
Bien. Salí de los laureles. Había creído que ya estaba todo
controlado, que por fin estábamos encaminados hacia el gran proyecto de derogar
la ley del más fuerte. Por fin habíamos abandonado la dictadura, por fin los
que no son emprendedores, ni listos, ni capaces, ni trabajadores, ni «fieras»
empezaban a tener un sitio en la sociedad. Porque la sociedad tiene que proteger
a todos sus individuos, sean estos como sean. Uno nace al mundo pero no nace en
un erial. Lo primero que obtiene son derechos. También obligaciones pero, antes
que nada, derechos. Y así debe ser.
Pero nuestra especie ha desarrollado una crueldad para
consigo misma que, en lo grande y en lo chico, es inadmisible. Por alguna razón
hemos dejado de cultivar nuestro espíritu para promocionar otras cualidades
humanas, y no las mejores. Hace siglos que promocionamos la pillería frente a
la inteligencia, la ambición frente al empeño por crecer, la capacidad de
emprender proyectos en lugar del disfrute de un proyecto mismo, el vértigo en
nuestros quehaceres por la contemplación de las cosas. Hoy no se puede ser
guapo, por ejemplo: en el momento en que el entorno te descubre unas cualidades
físicas, las explota hasta tal punto que lo que tengas dentro no interesa. Hemos
olvidado que la belleza no está en las puestas de sol sino en los cerros
pelados: si se sabe ver, nos llena más. Y, de ahí, nuestra actitud para con los
demás es rigurosa en lugar de comprensiva. Hemos perdido la capacidad de
calzarnos los zapatos del otro. Hemos elevado el volumen de nuestra voz para
disfrazarnos de coherentes. Hemos desarrollado toda una habilidad de respuestas
rápidas frente a los razonamientos meditados. Hemos negado, en fin, el respeto
merecido del otro. No atendemos, no escuchamos, no comprendemos. Y esta actitud
se ha institucionalizado. Lo peor que nos podía pasar: que lo de «es que eso es
así», las injusticias, las actitudes inadmisibles, se han vuelto oficiales. Nuestros
representantes las han inscrito en piedra y, valiéndose de la falta de
implicación de la gente, de nuestra falta de vigilancia, las han convertido en
actitudes no solo admisibles sino normales. «Eso es que es así». Y entonces
tenemos que adaptarnos a una corriente que nos lleva no solo hacia donde no queremos,
sino por los caminos que no estamos dispuestos a transitar. La cosa es grave
porque no es que estemos flotando en el río y nos estemos dejando llevar:
algunos estamos remando para tener otros escenarios en nuestras vidas y nos
está resultando imposible. Pero una vez leí esto: «Lo imposible solo tarda más
en llegar». Y esto otro: «Nadie es tan fuerte como para hacerlo solo, ni tan
débil que no pueda ayudar». ¿Qué necesitamos, pues?, ¿de qué manera podemos
cambiar el cauce de este río que nos lleva? Necesitamos lo que siempre hemos
dicho: la unión de la gente. Imponer el sentido común. Imponer la coherencia.
Y entonces la gente se ha unido. Otros que estaban conmigo
en los laureles, tan tranquilicos, se han remangado. Este carro es grande. Estamos
tratando de sentarnos en el pescante para hacernos con las riendas y
ofrecérselas al resto para que entre todos corrijamos el trayecto por el que
vamos. No es fácil. No estamos todos. Hay quienes todavía no recobran la
ilusión. Algunos ni siquiera han recobrado el resuello por sus trabajos
esclavos, y lo han dado todo por perdido. Otros ni siquiera se han planteado
que su actitud influye en los resultados. Pero ahí estamos una serie de
personas, miles, trabajando para el resto de la gente. A veces lo olvidamos. Estamos
tan metidos en crear nuestros documentos de referencia, en implantar buenos modelos
de trabajo, en mantener conversaciones espontáneas para seguir avanzando, en
crear contenidos que cambien nuestras ciudades, que nos olvidamos de la ilusión
que la gente como nosotros ha puesto en nosotros sin saberlo. Somos gente
normal pero, si no nos paramos un poco de vez en cuando a meditar, a
contemplar, corremos el riesgo de apartarnos de esa esencia que somos y, lo que
es peor, de lo que nos trajo aquí.
No importa no saber demasiado. Ni siquiera importa no
entender de cuestiones políticas, de cómo se gestiona una ciudad, un pueblo, un
país. Lo único que importa es saber que otros llevan otros zapatos y que muchas
veces caminar les resulta imposible. A esos también los necesitamos. Cada uno
puede hacer lo suyo, aportar a este común intento de cambio desde infinidad de
planos, tantos planos como personas. Necesitamos gente que cree conciencia en
los demás, que nos ayude a cambiar los paradigmas de lo que es importante. Da igual
si es en una conversación de un bar, en un escrito de blog o en una discusión
por chat. Es urgente desperezar otras cualidades humanas, sabernos elementos de
un todo que puede llegar a ser más armónico que lo que tenemos. Es urgente que cultivemos
nuestro espíritu, que cada uno tengamos un mundo interior repleto de
pertenencias que nos hagan olvidar las pertenencias materiales por las que cada
día enseñamos uñas y dientes, gritamos para incrementar falsamente nuestro
grado de razón y les vamos arrebatando fama gratuitamente a nuestros semejantes
sin, a menudo, saber ni quiénes ni cómo son.
Había una leyenda por ahí. Un viejo le contaba a un niño que
cada uno de nosotros tenemos dentro dos lobos que están en continua y cruel
pelea a muerte. Uno es un lobo ambicioso, traicionero, malvado, perverso,
malintencionado, insidioso, egoísta, rencoroso… de lo peor; el otro,
comprensivo, amable, empático, servicial, generoso, reflexivo, virtuoso… de lo
mejor. El niño pregunta entonces al viejo: «¿Y cuál de los dos lobos ganará?»,
a lo que el viejo responde: «El que alimentes, querido, el que alimentes». Pues
eso.