martes, 27 de enero de 2015

El que alimentes, querido, el que alimentes

Las vacas estaban gordas. No entendía ciertas injusticias en mi situación laboral. Lo comentaba en mis variados entornos y la respuesta que encontraba casi siempre y que nunca me convenció era que «eso es que es así». Ahora, con las vacas flacas –famélicas en algunos hogares–, pocos dicen «eso es que es así». Le gente está cambiado, se está moviendo hacia donde yo quería, al menos una parte de la gente; en realidad, se está moviendo hacia lo inevitable: intervenir en nuestro destino para intentar recuperar nuestra dignidad. Uno no tiene buena o mala suerte: uno hace cosas que cambian sus propias circunstancias, o no hace nada y entonces sus circunstancias se van quedando como las dejan entre todos. Uno puede flotar en un río o nadar hacia un destino. Si lo consigue o no, depende a la vez de otros factores.

Hace un par de años o tres que me he cambiado de bando. He cambiado el sueño en los laureles por los días sin apenas dormir. Estoy trabajando para la gente y muchas veces ni lo sé. No gano un céntimo ni tengo esperanzas de ganarlo. No vine aquí por eso aunque lo necesite. Soy compañera de la sombra, y la sombra es mi compañera. La cuido porque me protege en este universo que ni conozco ni controlo ni a veces me interesa, y trabajo anónimamente. No soy políticamente nadie aunque mis amigos argentinos siempre me dicen que no interesarse por la política es otro modo de hacer política, y es el peor.

Bien. Salí de los laureles. Había creído que ya estaba todo controlado, que por fin estábamos encaminados hacia el gran proyecto de derogar la ley del más fuerte. Por fin habíamos abandonado la dictadura, por fin los que no son emprendedores, ni listos, ni capaces, ni trabajadores, ni «fieras» empezaban a tener un sitio en la sociedad. Porque la sociedad tiene que proteger a todos sus individuos, sean estos como sean. Uno nace al mundo pero no nace en un erial. Lo primero que obtiene son derechos. También obligaciones pero, antes que nada, derechos. Y así debe ser.

Pero nuestra especie ha desarrollado una crueldad para consigo misma que, en lo grande y en lo chico, es inadmisible. Por alguna razón hemos dejado de cultivar nuestro espíritu para promocionar otras cualidades humanas, y no las mejores. Hace siglos que promocionamos la pillería frente a la inteligencia, la ambición frente al empeño por crecer, la capacidad de emprender proyectos en lugar del disfrute de un proyecto mismo, el vértigo en nuestros quehaceres por la contemplación de las cosas. Hoy no se puede ser guapo, por ejemplo: en el momento en que el entorno te descubre unas cualidades físicas, las explota hasta tal punto que lo que tengas dentro no interesa. Hemos olvidado que la belleza no está en las puestas de sol sino en los cerros pelados: si se sabe ver, nos llena más. Y, de ahí, nuestra actitud para con los demás es rigurosa en lugar de comprensiva. Hemos perdido la capacidad de calzarnos los zapatos del otro. Hemos elevado el volumen de nuestra voz para disfrazarnos de coherentes. Hemos desarrollado toda una habilidad de respuestas rápidas frente a los razonamientos meditados. Hemos negado, en fin, el respeto merecido del otro. No atendemos, no escuchamos, no comprendemos. Y esta actitud se ha institucionalizado. Lo peor que nos podía pasar: que lo de «es que eso es así», las injusticias, las actitudes inadmisibles, se han vuelto oficiales. Nuestros representantes las han inscrito en piedra y, valiéndose de la falta de implicación de la gente, de nuestra falta de vigilancia, las han convertido en actitudes no solo admisibles sino normales. «Eso es que es así». Y entonces tenemos que adaptarnos a una corriente que nos lleva no solo hacia donde no queremos, sino por los caminos que no estamos dispuestos a transitar. La cosa es grave porque no es que estemos flotando en el río y nos estemos dejando llevar: algunos estamos remando para tener otros escenarios en nuestras vidas y nos está resultando imposible. Pero una vez leí esto: «Lo imposible solo tarda más en llegar». Y esto otro: «Nadie es tan fuerte como para hacerlo solo, ni tan débil que no pueda ayudar». ¿Qué necesitamos, pues?, ¿de qué manera podemos cambiar el cauce de este río que nos lleva? Necesitamos lo que siempre hemos dicho: la unión de la gente. Imponer el sentido común. Imponer la coherencia.

Y entonces la gente se ha unido. Otros que estaban conmigo en los laureles, tan tranquilicos, se han remangado. Este carro es grande. Estamos tratando de sentarnos en el pescante para hacernos con las riendas y ofrecérselas al resto para que entre todos corrijamos el trayecto por el que vamos. No es fácil. No estamos todos. Hay quienes todavía no recobran la ilusión. Algunos ni siquiera han recobrado el resuello por sus trabajos esclavos, y lo han dado todo por perdido. Otros ni siquiera se han planteado que su actitud influye en los resultados. Pero ahí estamos una serie de personas, miles, trabajando para el resto de la gente. A veces lo olvidamos. Estamos tan metidos en crear nuestros documentos de referencia, en implantar buenos modelos de trabajo, en mantener conversaciones espontáneas para seguir avanzando, en crear contenidos que cambien nuestras ciudades, que nos olvidamos de la ilusión que la gente como nosotros ha puesto en nosotros sin saberlo. Somos gente normal pero, si no nos paramos un poco de vez en cuando a meditar, a contemplar, corremos el riesgo de apartarnos de esa esencia que somos y, lo que es peor, de lo que nos trajo aquí.

No importa no saber demasiado. Ni siquiera importa no entender de cuestiones políticas, de cómo se gestiona una ciudad, un pueblo, un país. Lo único que importa es saber que otros llevan otros zapatos y que muchas veces caminar les resulta imposible. A esos también los necesitamos. Cada uno puede hacer lo suyo, aportar a este común intento de cambio desde infinidad de planos, tantos planos como personas. Necesitamos gente que cree conciencia en los demás, que nos ayude a cambiar los paradigmas de lo que es importante. Da igual si es en una conversación de un bar, en un escrito de blog o en una discusión por chat. Es urgente desperezar otras cualidades humanas, sabernos elementos de un todo que puede llegar a ser más armónico que lo que tenemos. Es urgente que cultivemos nuestro espíritu, que cada uno tengamos un mundo interior repleto de pertenencias que nos hagan olvidar las pertenencias materiales por las que cada día enseñamos uñas y dientes, gritamos para incrementar falsamente nuestro grado de razón y les vamos arrebatando fama gratuitamente a nuestros semejantes sin, a menudo, saber ni quiénes ni cómo son.


Había una leyenda por ahí. Un viejo le contaba a un niño que cada uno de nosotros tenemos dentro dos lobos que están en continua y cruel pelea a muerte. Uno es un lobo ambicioso, traicionero, malvado, perverso, malintencionado, insidioso, egoísta, rencoroso… de lo peor; el otro, comprensivo, amable, empático, servicial, generoso, reflexivo, virtuoso… de lo mejor. El niño pregunta entonces al viejo: «¿Y cuál de los dos lobos ganará?», a lo que el viejo responde: «El que alimentes, querido, el que alimentes». Pues eso.

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