Mis padres
se equivocaron contra todo pronóstico. Sobre todo él, que lo repetía en cada conflicto
doméstico, en cada regañera, en cada lección: “Nunca hay que salirse de la
justicia”.
Por suerte
(una suerte entre comillas), mi padre no ha tenido que asumir esta gran
decepción, que -seguro-
nunca se le hubiera pasado por la cabeza, pues todo parecía ir hacia adelante, por un
camino tortuoso pero cada vez más correcto, como si la sociedad de este país
estuviera aprendiendo a conducir y fuera corrigiendo su trayectoria en cada
paso dado.
Cuando
uno ha crecido entre términos jurídicos, cuando el paquete de lentejas no
caducaba sino que expiraba, cuando la cantinela de la máquina de escribir era el
sonido de fondo de escritorio que habíamos aprendido a obviar para enterarnos
bien de nuestros programas infantiles en la tele, cuando el papel de calco era
un juguete más en nuestra casa y mi padre hacía cosas tan raras como usar
agujas e hilo para coser montones de folios de cientos de expedientes, uno crece
dando por supuesto que el aparato jurídico es una inmensa máquina con millones
de engranajes que funcionan a la perfección y que no pueden fallar porque es
imposible, porque la inercia, la experiencia y, sobre todo, el rotundo sonido
de la máquina de escribir y su tinta imborrable eran algo firme, un sistema
perfectamente probado y corregido día a día, encauzado para que la sociedad
funcionara cada vez mejor y de manera más justa. Era eso precisamente: todo
giraba en torno a no salirse de la justicia y en castigar y reconducir a los que
sí lo hicieran.
Seguramente
en los tiempos en que mi padre prosperaba a fuerza de cumplir horario
estrictamente había todavía mucho por hacer. Y seguramente él creía que se
estaba haciendo, incluso es posible que fuera cierto. Que todas aquellas tareas
y las enseñanzas subliminales que traían consigo estuvieran encaminadas a que el
mundo fuera poco a poco cada vez un poquito más justo para todos.
Con la
llegada de estos años crudos en que parece que nos han tirado a la acera a que entrenemos
garras y dientes para pelear no se sabe muy bien contra quién, uno ve que esta
sociedad es un sistema de corrupción establecida y asentada, aceptada por todos
los ciudadanos y mejorada por todos los políticos. Detalles aparentemente tan
pequeños como que la administración no pague intereses de demora a la vez que los
cobra a sus deudores o que los cargos puedan votar su propio sueldo, y otros
mayores que ya no son detalles como que los políticos puedan solicitar y -lo
que es peor- seguramente disfrutar un
indulto por sus fechorías, o que empresarios feroces puedan acogerse a una
amnistía fiscal después de haber estafado millones, son renglones de injusticia
escritos en las leyes, esas de las que mi padre decía que no había que salirse
nunca.
A la
vista de la situación, él, efectivamente, se equivocó. Contra todo pronóstico,
sí, porque no es normal que las leyes no sean justas, ni que el poder judicial
esté “legalmente” en manos del ejecutivo, ni que se pueda suspender a un
magistrado por investigar a un político ladrón. Pero se equivocó. Ahora, para que
la vida recobre el sentido, hay que desobedecer las leyes porque están hechas a
la carta para unos pocos, y esa actitud que destrozará a cada uno que la lleve
a cabo es urgente y debe ser mayoritaria.
Pero, con
la enseñanza en la vena, que alguien me explique los caminos para desoír a mi
padre, que alguien me convenza de que andar contra su máxima es el único
callejón por donde nos dejan ir, y que me ayude a hacerme la sorda frente al recuerdo de su rotunda
máquina de escribir.
16 de diciembre
de 2013
Las más de las veces, por no decir siempre, son los padres los que deberían aprender de sus hijos. Y la mayoría de los padres aún no lo saben. Tu padre fue hijo de la educación en el sometimiento, en la mentira, en la censura y en la obediencia y lealtad ciega. Otras generaciones hemos abierto los ojos. Sólo es cuestión de eso, no de desoír, sino de que una vez que se ha visto, una vez que se ha perdido la inocencia, no hay vuelta atrás.
ResponderEliminarYo había respondido esto desde el móvil, y ahora veo que mi respuesta no aparece.
EliminarBueno, decía que es verdad que muchas veces deberíamos aceptar que podemos aprender de nuestros hijos: su espontaneidad se deriva casi siempre de la coherencia. Pero también es verdad que debemos enseñarles ciertas cosas.
Por otra parte, algo de verdad hay también en los aprendizajes que nos transmiten nuestros padres. El sometimiento ha sido desmedido, pero no sin pensar, sino porque creíamos en nuestra capacidad como sociedad para ser mejores. Simplemente uno cree en un modelo y acepta determinados sacrificios en pro de lo común. A algunos lo que les pasa es que no los han educado en eso de ponerse en el pellejo de los demás, y son ellos los que horadan un sistema que podría funcionar.